Viaje al fin de la noche

13 Abr

Le pido a un amigo que me recomiende algunos escritores de novela negra. Él viene leyendo esos libros hace, más o menos, veinte años, por lo que puedo estar seguro de que es un buen filtro. Quiero hacerme una idea de la evolución del género, le digo. Me devuelve una lista con once libros de distintos autores. Décimo figura Strega, de Andrew Vachss, sin más datos. Lo busco y lo consigo en Internet a 12$. Cuando voy por la página 50 llamo a mi amigo y le destino unos cuantos improperios. No me puede recomendar un libro así sin ponerme sobre aviso. La historia es durísima – un golpe atrás de otro, como una maquina de narrar la violencia más espantosa – y merece, de ser posible, un lector prevenido.

“Comenzaba un nuevo día y mi único objetivo era sobrevivir a él.” Esta frase de Burke, el detective que lleva la investigación en Stega, es la síntesis de casi todas las existencias que habitan la novela. Una Nueva York dura, subterránea, desbordada de violencia, donde cada quién busca lo suyo y camina con ojos en la espalda. Una ciudad que encarna el séptimo círculo del infierno capitalista y en la que lo único que se puede esperar es sobrevivir un solo día más.

El caso es tan sencillo como espantoso. Hay que conseguir una fotografía. Pornografía infantil. Hay que romper la foto delante del nene que fue usado para la fotografía y, con eso, intentar devolverle la seguridad en un mundo que, de un día para otro, se le convirtió de sueño en pesadilla.

Burke es un tipo definido por los años que pasó en a la sombra: “Tal vez uno nunca llega a salir de la cárcel.”, dice. Tiene la suficiente dureza como para ir hasta el fondo de la mierda y volver con lo que haga falta, pero sus precios son altos y el que los paga debe saber que no se puede jugar con Burke, que no está bien engañarlo – ni pensarlo – y que su fidelidad con el cliente tiene límites más bien cortos. Esa es la primera diferencia de una larga lista con el prototipo de detective privado, Philip Marlowe. Toda la serie de diferenciaciones tienen que ver con la incorruptibilidad del personaje de Chandler y, sobre todo, con su mal simulado optimismo. Marlowe es el hombre del New Deal, la reconstrucción del tejido social norteamericano solo puede darse a través de personas (fuera de las instituciones) con suficiente valentía como afrontar los desmadres que organiza el capitalismo salvaje.

Burke, en cambio, no hace ningún trato. Ni viejo ni nuevo. No negocia nada y nada espera de un mundo que produce monstruos sociales como los que él enfrenta. Todo el tiempo parece referirse a los detectives privados clásicos y, en el mismo movimiento, tomar distancia. La tensión entre apariencia y realidad que despliega centralmente el género policial – heredado y rescrito de las novelas de enigmas – acá llega a problematizar al mismo protagonista. Burke parece un detective, tiene un departamento que parece un despacho, una voz contesta su teléfono aparentando ser su secretaria y así. Esto sumado a su carácter paranoico persecutorio, nos da un clima asfixiante de apariencias y fachadas. Lo único real es el enemigo.

Las diferencias entre Vachss y los autores clásicos del género pueden medirse también por el uso de la metáfora. En Ross Mcdonald la sonrisa de una mujer brilla como una moneda de un dólar, en Vachss como el filo de una navaja. El acento puesto en la violencia, no en el dinero. Mercancías hechas de violencia y sangre, circulando en la ciudad y llegando a consumidores sádicos y enfermos.

Otra punto de desacuerdo, tal vez uno de los más centrales, es el tópico del sueño. Desde que Hammett escribió aquél capítulo de Cosecha Roja que tituló Láudano, los detectives privados han evitado dormir por todos los medios.  En ese capítulo el agente de La Continental despierta con su mano apretando un picahielo que descansa en el pecho de una mujer. Despertarse, después de tanta vigilia, y encontrar el mundo dado vuelta. Dormirse es perder el control de los hechos, que son su único material de trabajo. Dormirse es dejar de ver, y es con lo único que cuentan. El ansia de control como móvil original del detective privado. Burke, por supuesto, duerme a sus anchas. No hay control que perder, todo se fue al carajo. Mantenerse despierto lo único que garantiza es ver un poco más de mierda.

El método de Burke parece repetir la lógica del patio de la cárcel: “Cuando cumplí mi larga condena, el patrio común de la prisión estaba dividido en pequeños patios. Cada grupo tenía uno: los italianos, los negros, los latinos. Sin embargo, no se limitaban solo a su origen. Los ladrones de banco tenían su lugar, los estafadores el suyo, los que llevaban armas no se mezclaban con los amantes del baloncesto, y todo así.” Una sociedad que usa cómo vértices la pertenencia y el enemigo común.

Afuera es igual, los ricos pertenecen a un mundo, los ciudadanos a otro, los judíos, los nazis, los transexuales, los pedófilos. Todos conjuntos cerrados. Algunos tienen puntos en común, otros no. Burke es un turista que se vale de sus contactos en todas las redes. Conecta a unos con otros, se mezcla y logra entrar. Las prioridades de Burke son: no morir, no volver a la cárcel y no convertirse en un ciudadano. Eso lo hace miembro del grupo de los que viven fuera de la ley y ese conjunto tiene zona de contacto con casi todas las tribus de la ciudad. Moviéndose por los túneles de la ciudad – los literales y los metafóricos – logra llegar hasta las profundidades. Es, en este y algunos otros sentidos, una interesante relectura de Los Miserables, de Hugo.

Finalmente, cuando llega el momento, Burke pone sus reglas y se asigna consignas que no le fueron pagas. Es el precio de haberlo metido a él en el juego. No hace justicia por mano propia porque no le interesa el término justicia, simplemente se deshace de la basura con su único propósito: Sobrevivir al mundo un solo día más.

J.M.